sábado, 28 de marzo de 2009

Cultura y poder: una simbiosis peligrosa

En los últimos tiempos, la palabra mainstream ha adquirido un significado importante a la hora de referirse a la corriente principal de la industria, es decir, aquella que impone un modelo de producción y comercialización destinada al gran público y a satisfacer una determinada visión del mundo. Este concepto que ahora parece tan moderno, tiene que ver y mucho con el uso y la manipulación de la cultura que siempre se ha hecho desde los altos estamentos sociales, sólo que ahora se da en el marco de las sociedades neoliberales y consumistas. El otro día, José María Perceval nos proyectaba en clase este video sobre el film Olympia, de la directora alemana Leni Riefenstahl. En él, la cineasta nazi por antonomasia presenta una visión de la Grecia clásica que, como no podía ser de otra manera, responde al canon ideal de belleza. Al final del video, la perfección formal de las esculturas se tiñe con el brío y los cuerpos de unos hombres atléticos que constituyen la expresión de la raza aria, del ser superior. Cualquier persona que vea este metraje sin tener en cuenta su contexto, 1936, puede perfectamente pensar que se trata de una obra a tener en cuenta, ya que de por todos es sabido que Riefenstahl tenía muchas virtudes como cineasta, al margen de su vínculo con Hitler y el nazismo. No deja de ser peligroso, pues, el hecho de juzgar la cultura y todas sus vertientes de una forma aislada, ya que detrás de cada cuadro, escultura o canción se esconde un mensaje claro que puede ser leído fácilmente entre líneas si se valoran las tendencias, ideologías o sistemas de gobierno de un lugar y un tiempo específico.

Así, no se hace difícil comprobar cómo las obras de Ivo Saliger tuvieron un efecto inconsciente? En el moldeamiento del superhombre alemán. O que el discuro de pensadores como Houston Stewart Chamberlain o el mismo Nietzche (hay dos posturas enfrentadas respecto a esta relación) reforzaran el antisemistismo alemán. Sea como sea, lo que hay que tener en cuenta es que toda producción cultural, sea bienintencionada o no, puede ser manipulada para describir un ideario que reafirme y legitime una posición de poder. Y esto es un problema de gran magnitud que, aún hoy, sigue vigente a pesar de que las circunstancias hayan cambiado.

Recuerdo que hace unos años mi padre viajó a Polonia, y aprovechó la estada para visitar Auschwitz-Birkenau, el campo de exterminio más famoso de la era nazi. Digo famoso, ya no por la trascendencia y número de víctimas que generó, sino por el revuelo mediático que hoy todavía conserva, como si no hubieran existido más campos de concentración. Pues bien, por lo que me contó mi padre y las fotos que trajo y pude ver, ese lugar se ha convertido en un auténtico museo del horror, una atracción a la que muchos acuden para ver cuán espeluznante es el vetusto campo de exterminio. Pelos, ropajes, objetos y, si me apuran, cenizas de judíos se muestran ante el gran público como si fueran viejas piezas de arte. Por un lado, está bien que el lugar se mantenga como el ejemplo a no seguir y como una muestra de un holocausto que nunca ha de caer en el olvido, pero creo que convertirlo en un “museo” por el que pagar entrada es una opción de negocio vil y vergonzosa (todo sea dicho). Si alguien quiere concienciarse de una forma más personal y menos mediática sobre el tema recomiendo la lectura de By Bread Alone, de Mel Mermelstein, que fue el único superviviente de su familia en Auschwitz.

Con todo, sólo me queda apuntar de nuevo este carácter dual de la cultura ya comentado, para que no nos dejemos empujar por espirales como el que llevó a la "feliz Alemania" del nazismo a cometer la masacre más importante de la historia de la humanidad. La cultura y el poder están más unidos de lo que parece, así que nos conviene pensar más en ello y ser cautos. Sólo así conseguiremos no caer en el etnocentrismo propio del mundo occidental o en una suerte de darwinismo social-cultural que motive la opresión de la pluralidad.

jueves, 26 de marzo de 2009

La reproducción del mito pixelado


“Antes del mar y de las tierras y de lo que todo lo cubre, el cielo, era único el aspecto de la naturaleza en el orbe entero, al que llamaron Caos, masa informe y enmarañada y no otra cosa que una mole estéril y, amontonados en ella, los elementos mal avenidos las cosas no bien ensambladas”

Con esta cosmogonía sobre el origen del mundo, el autor latino Ovidio iniciaba, hace ya más de 2.000 años, una obra que recogería el mito griego y lo transformaría para crear un compendio perfecto de estas fábulas eternas: Las Metamorfosis. Su influencia en la cultura occidental es totalmente innegable, y el videojuego, como medio moderno que es, también se ha sumado a esta tradición. Don’t Look Back, que descubrí recientemente gracias a Hadouken, se ciñe perfectamente a este concepto ya que recoge un mito conocido por todos como es el de Orfeo y Eurídice y lo rebaja a la simplificación de un píxel agobiante que no hará más que recordarnos que estamos en el inframundo. Lo que me interesa del caso es que se parte del mito para recuperar una forma ochentera de concebir videojuegos que, sin abandonar el Caos y la diversión instantánea, cobra ahora un significado mucho más amplio. Una fórmula ya vista que cuenta con una perspectiva acorde con los nuevos tiempos y que desemboca en joyas como esta pequeña gran obra. Don’t Look Back cuenta con grandes momentos (esa inquietante lluvia, la aparición de un Cerbero reducido a la mínima expresión) pero el que más me ha gustado es, sin lugar a dudas, el fundido en negro que deja a nuestro personaje como único referente en la acción. Un pasaje que me ha recordado al también brillante capítulo de Gears of War2 en que te encuentras dentro de un Locust gigante, igual que Jonás dentro de la ballena, y pierdes la noción del espacio al moverte entre las vísceras del elefantiásico animal.

Después de acabarme el juego, ayer releía fascinado el gran artículo que Stan By escribió sobre mito y videojuegos para la ya difunta Superjuegos Xtreme. Un texto que repasa las grandes aportaciones que ha dado el sector a nivel referencial, como el viejo Athena de 1986, título del cuál he escuchado hablar pero no he tenido el gusto de jugar, lo reconozco. En este apartado, a todos nos viene un título en mente también muy de nuestros tiempos como es God of War. Como amante de la mitología grecorromana, mi contacto con el juego de SCEA fue toda una explosión de sensaciones; por un lado, supo crear un universo que no reprodujo los mitos de forma sistemática, sino que les dio un nuevo enfoque para hacer del gameplay una experiencia fascinante y ecléctica, con aportaciones de los mejores beat’m ups en 3d (Ninja Gaiden, Devil May Cry) y el plataformeo salpicado por inteligentes puzles de Prince of Persia, Tomb Raider o Legacy of Kain: Soul Reaver. A esto se le añadió un apartado gráfico a-pa-bu-llan-te que supo jugar con la saturación de colores para trasladarnos al mundo sangriento y vil de los dioses, aquel que permanece en el mito antiguo pero que ha sido borrado en pos de un Olympo simpático e idealizado en nuestra era. La osadía del héroe Kratos en el juego es plenamente comparable a la que tuvo Prometeo al robarle el fuego a los dioses para dárselo a los humanos, sólo que aquí no habrá castigo divino. El castigo lo infligimos nosotros en un desarrollo en que nos toparemos con Medusas e incluso con mastodónticas Hidras.

El anuncio y la promoción que estos días se ha producido alrededor de los españoles Over the Top y su Icarian: Kindred Spirits no lo había visto desde el lanzamiento de Clive Barker’s: Jericho, motivo de satisfacción para una industria nacional que necesita un empujoncito de los medios. Por cierto, en este nuevo proyecto para Wii Ware la mitología (el mito de Ícaro) y las posibilidades de la producción independiente van de la mano. Algo me dice que esto no puede salir mal.

sábado, 21 de marzo de 2009

Más que una experiencia, un objetivo


Me disponía a escribir sobre un viaje que me hubiera aportado una experiencia de índole cultural hasta que me he dado cuenta de que no tengo memoria de tal. Viajar, he viajado, pero cuando lo he hecho ha sido de forma programática, turística y con pocas perspectivas de ver la otra cara de la moneda, es decir, de no quedarme con la imagen predefinida de los lugares. Una visión, supongo, que normalmente se rompe cuando uno ahonda en un país, se mezcla entre sus gentes y descubre los verdaderos valores que se han ido construyendo a lo largo de generaciones.

Lamentablemente, como ya les digo, no puedo hablarles de ninguna aventura al extranjero de la que me sienta plenamente orgulloso, más si tenemos en cuenta que son contadas las ocasiones en las que he abandonado el país. De todas maneras sí que les puedo hablar de un sueño, un objetivo que está en mi mente desde que era un crío y que confío en que un día se materialice: viajar a Japón. Más allá de que me gusten la cultura manga y los videojuegos, santo y seña del país del sol naciente, mi atracción hacia ese lugar responde a un interés particular mucho más amplio que incluye, entre otros factores, la cultura, la historia, la lengua y los códigos sociales de los japoneses. También añadiría la religión en este apartado, no como fascinación, sino como motivo de estudio por la influencia que genera en el modus vivendi de las personas.

Es por eso que regularmente visito http://flapyinjapan.com/, un blog reconvertido a página web muy recomendable que narra la vida de un madrileño que desde hace años vive en Japón por motivos de trabajo. Tal y como apunta su autor, David Esteban, esta bitácora nació con la humilde intención de informar a familiares y amigos de los sucesos que le acontecían en tierras lejanas, y ha resultado ser todo un éxito en la red. Personalmente, debo decir que me interesa mucho el blog ya que supone la mirada a una nación diametralmente opuesta bajo el prisma de un hombre que comparte nuestro estilo de vida. Es, para que nos entendamos, una muestra perfecta de lo que comporta ser un pez fuera de la pecera y tener que adaptarse al nuevo medio. Así, en el blog encontraremos descripciones de parajes, fiestas, exposiciones, tiendas e incluso personas, sin caer en el fetichismo idealizado propio de las agencias de viajes, aunque, paradójicamente, este blog cuente con publicidad.

En lo concerniente a mí, les diré que, sí, que me encantaría perderme por Akihabara, ver de cerca el monte Fujiyama o acercarme al mercado de Tsukiji, el más espectacular del mundo. O, bien, gustaría de visitar los viejos templos de Kyoto, comprobar si el Gran Buda de Kamakura es tan grande como comentan o, ya que estamos puestos, de poner a prueba las bajas temperaturas de Hokkaido en un recorrido por la isla más septentrional del país. Sin embargo, esto no sería más que un viaje al uso, de mucho gusto pero no muy diferente a los referidos al inicio del post. Lo realmente interesante sería hacer como David Esteban, peregrinar a Japón el tiempo suficiente para aprender el idioma, hacer amigos y descubrir la cara oculta del país, tanto la buena como la mala (aquí incluyo los Hikikomori, por supuesto). Entonces, y sólo entonces, cambiaría mi percepción, la imagen infundada o los prejuicios que pueda tener del lugar. Estaríamos volviendo, pues, al concepto de viaje iniciático comentado en el post anterior.

Antes de que un día pueda cumplir tal objetivo, si es que realmente lo logro, sólo me queda aguardar. Esperar mientras observo la visión occidentalizada de Sophia Coppola en Lost in Translation (que me gusta mucho pero no deja de ser eso), el esnobismo de Isabel Coixet con el país nipón o, por el contrario, al revés; con la imagen japonesa de un autor occidentalizado, Haruki Murakami. Hasta otra.

sábado, 14 de marzo de 2009

La belleza del vivir


En In my life The Beatles hacían un canto a la vida. Todos los lugares y personas que amaremos a lo largo de nuestra existencia quedarán en la memoria, aunque también los malos momentos, nos decían los cuatro de Liverpool. Esta magnífica canción tiene mucho de lo que en su día propuso el poeta griego Konstantínos Kaváfis en su composición Viaje a Ítaca. Un poema que recoge la tradición homérica para resucitar el mito de Ulises y dotarlo de un significado inmortal. Desgranando sus deliciosos versos, el poema nos trae de nuevo el viejo concepto de viaje iniciático, una forma de conocer el mundo, vivir experiencias y obtener una respuesta en nuestro largo pero efímero paso por la vida. En otras palabras, una vía para determinar quién somos y qué rol desempeñamos en este complejo universo. No a la manera de Ramon Llull, más orientada a la iluminación divina, sino a la experiencia de una vida terrenal.

Un adagio que comparte con el también fantástico poema Oda a la vida, de Pablo Neruda, donde se aboga por sentir los placeres que nos brinda el día a día en detrimento de las penas que algún día cesarán. Esta idea cobra, en Viaje a Ítaca, un simbolismo que va más allá de los obstáculos que Odiseo encontró en su largo retorno a casa. Una epopeya que estuvo marcada por las amenazas de los gigantes Lestrigones, el embriagador pero tramposo canto de las Sirenas o la furia del cíclope Polifemo, en un ejercicio metafórico de las dificultades que nos depara la vida. Tal y como relata Homero en la Odisea, Ulises salió adelante (aunque tuviera que ser enganchado al cuerpo de un carnero para escapar de la cueva de Polifemo) de la misma manera que lo hacemos las personas cuando un bache se presenta en el camino. No deja de ser paradójico que en su llegada a Ítaca, Odiseo no se encontrara con su Ítaca soñada, la que él recordaba. El modelo de esposa fiel cuyo exponente es Penélope, la mujer del héroe, se ve amenazado por un concurso de pretendientes que quieren tomar la corona de Ítaca. Ulíses, pues, no tiene más remedio que luchar, y hacerlo en su propia tierra. Es decir, que Ítaca no existe, no es más que la viva expresión de la lucha constante, del camino sin fin.

Al leer Viaje a Ítaca he pensado en un film reciente que me ha dejado huella y que me gustaría recomendar a todos. La última obra de David Fincher, El curioso caso de Benjamin Button, describe con amor y maestría el mensaje que llevamos diciendo. No importa que, por casualidad, nazcas viejo y vayas rejuveneciendo progresivamente; la vida pasará de todas formas. Conocerás gente, pisarás muchas tierras y al final el tiempo habrá pasado. Como ese antiguo reloj que en la película de Fincher no hace más que señalar el tempus fugit para recordarnos la fugacidad del carpe díem.

sábado, 7 de marzo de 2009

La oligarquía artística


Hoy no vamos a hablar de tópicos, pero creo necesario empezar el post de esta semana con uno muy conocido por todos: el arte es universal. Vayamos a donde vayamos, siempre se comenta que la creación artística es un bien cultural que nos pertenece a todos, un torrente de imaginación e ideas que es fruto de la pluralidad y de la diferentes formas de expresión humanas. Sin embargo, esto es lo que se pretende transmitir, que el arte está al alcance de las masas y que puede ser degustado por éstas con tan sólo realizar una visita a un museo. Pero es ahí, en estos centros públicos, donde la realidad pone las cosas en su sitio con una metáfora muy clara; las barreras físicas que nos separan de las diferentes obras (pinturas, esculturas etc.) no hacen más que avivar un mensaje ulterior por el cual nos es permitido mirar, pero no tocar. Es una exhibición que se presenta dulcemente ante nosotros, pero que se vuelve amarga cuando ahondamos en la industria del arte.

En Granujas de medio pelo, Woody Allen nos presentaba a una pareja que se hacía multimillonaria al atracar un banco a través de un falso negocio de venta de galletas. Convertidos en nuevos multimillonarios, el matrimonio formado por Allen y Tracey Ullman cambiaba radicalmente su forma de vida para intentar colarse entre los círculos de poder de las élites culturales neoyorkinas. Su nueva casa se convertía en una mansión repleta de lujos y de piezas de un gran valor artístico y las fiestas con importantes invitados se sucedían muy frecuentemente. En ellas, estas citadas élites no hacían más que criticar “el mal gusto” de los nuevos ricos y su falta de sensibilidad, dado su origen humilde y “cateto”. Recuerdo perfectamente que en la película el matrimonio intentaba culturizarse visitando museos y galerías de arte, pero nunca podían escapar de su condición. Este hermetismo de la alta sociedad que denunciaba Allen es uno de los temas que nos toca más de frente cuando nos referimos al mercado del arte. Una fractura social que niega la teórica universalidad antes comentada y que deja la creación artística sólo al alcance de unos pocos.

Como bien expuso José María Perceval en la última clase, gran parte de la culpa la tiene el gusto, gestado en las grandes cortes de los siglos XVI y XVII únicamente para originar una competencia corrosiva entre la alta sociedad, y también para marginar todavía más a según qué núcleos sociales. El gusto, pues, se ha erigido en el perfecto catalizador del arte de unos pocos. Este fantástico texto nos remite a otra de las muestras aportadas en clase, El jardín a Auvers de Van Gogh, cuadro por el que el estado francés pagó 24 millones de euros y cuya autenticidad autoral fue cuestionada por una historiadora del arte en 2001. En este caso, la duda fue suficiente para ver cómo su valor se desplomaba automáticamente (he aquí la gran hipocresía). Otro ejemplo, y quizá el más rimbombante, es el del Trono art decó, creado por Eileen Gray y en posesión del ya difunto magnate Yves Saint Laurent, que vale la friolera de 21’9 millones de euros. Una cifra vergonzosa cuando en todo el mundo la palabra que resuena con más fuerza es la de crisis.

No obstante, lo comentado es sólo una parte de esta maquinaria infernal, cuyo mecanismo funciona, en parte, gracias a nosotros, que visitamos los museos pensando que nuestro conocimiento cultural sale revitalizado de una forma sana. Mentira. Todo está dispuesto para que los grandes museos mantengan una rivalidad a muerte, albergando obras que, en la mayoría de casos, no les pertenecen. Y, si no, que se lo cuenten a Egipto, que vio cómo el imperio americano, inglés y francés le saqueaba un gran número de reliquias para mostrarlas al mundo. “El British Museum es una visita obligada”, le dirán cuando usted viaje a Londres. Precisamente, una noticia reciente comenta que China está muy enfadada por la venta, en una subasta de París, de una cabeza de rata y otra de conejo que en su día fueron robadas del Palacio de Verano de Pekín. La cifra, 35 millones por cabeza. A partir de este momento, China le cortará las alas a Christie’s para defender su patrimonio. Y bien que me parece, oigan.

Y es que este es uno de los grandes problemas. El arte es cultura, patrimonio e historia viva de los hombres, civilizaciones y grupos sociales, y lo que no puede ser es que sea objeto de venta a unos pocos hombres y mujeres ricos que quieren decorar su hogar, despojando todo ese arte de su valor, ya no material, sino simbólico. Llegados a este punto, la reflexión que yo les propongo es la siguiente: ¿quién dicta el valor del arte? ¿Quién concluye que las obras de Hirst valgan 124 millones de euros? Todo forma parte de una política de mecenazgo en la que el poder y el refuerzo del egocentrismo patrimonial van de la mano. Otra cosa es que mañana vayamos a El Prado y exclamemos un “OH!” por cada cuadro de Velázquez que admiremos. Dónde está la magia simpática en este arte?

Video de la película anteriormente comentada Granujas de medio pelo, donde gran parte de lo expuesto en el post queda muy bien reflejado. Hasta otra.